Tuesday, August 19, 2014

NUIT PERMET LE JOUR




El 12 de enero de 2013 puse en este blog mi crítica de la película “Los Miserables”, en la sección de comentarios explicaba que, como parte de la buena impresión que me produjo el argumento del filme, había decidido abordar el original literario. Hoy, más de un año y medio después, he conseguido terminarlo.




Podría aducir para justificar la tardanza la extensión del libro (2000 páginas de vellón por más que la lectura se haya producido en el entrañable soporte de un libro de pasta dura de páginas nunca antes despegadas y de traducción antigua en la que se convierte un Jean en un Juan) o como cada vez es más complicado leer a medida que aumentan las distracciones que dificultan ese ejercicio (cuando tenía 13 años posiblemente leía el doble de lo que leo ahora).

 

Pero lo cierto es que la explicación tiene algo más que ver con lo que también comentábamos a propósito de la lectura de “Moby Dick” y en ocasiones anteriores sobre otros autores clásicos y populares del Siglo XIX. Puede resultar arriesgado hacer una valoración conjunta de la amplia y variada literatura de dicho siglo pero lo cierto es que la tendencia al enciclopedismo de algunos escritores de entonces resulta cuanto menos sorprendente cuando se leen hoy en día. En el mencionado caso de “Moby Dick” se comprobaba cómo el célebre relato no parecía otra cosa que un concienzudo tratado de cetología camuflado de libro de aventuras marinas. Asimismo en algunas obras de Julio Verne ocurría otro tanto, la historia narrada en “20.000 leguas de viaje submarino” se veía continuamente alternada con extensas descripciones de la fauna, la flora y la geografía submarina,  “De la Tierra a la Luna” tuve que abandonarlo al encontrarme empantanado por inacabables disquisiciones sobre astronomía, física, hipérbola y parábola. Y según me han dicho con “Viaje al centro de la Tierra” ocurre otro tanto en lo que respecto a la geología.




Es posible que muchos de estos autores se vieran en la obligación de proporcionar al lector no sólo un relato apasionante, sino también un acompañamiento de conocimientos didácticos de imposible o difícil adquisición en una época en la que la ignorancia sobre el mundo y sus circunstancias era la norma casi general, incluso en el escaso porcentaje de población que sabía leer.

 

En el caso de Víctor Hugo y otros autores cuasi contemporáneos suyos  como Balzac, Flaubert y compañía  se aprecia, por encima de cualquier veleidad artística, un deseo de retratar la estructura de la sociedad en la que vivían.  Sin embargo cuando leí “Madame Bovary” por ejemplo, las detalladas descripciones que se hacían de la pequeña comunidad rural en la que se desarrollaba la acción y de los hombres y mujeres que la habitaban no me parecieron tan extrañas al cuerpo de la historia como me ha resultado en el libro que nos ocupa, aunque tampoco he tenido la sensación de estar leyendo un tratado pseudo-científico con un barniz dramático como en el ya mencionado caso de Moby Dick. Aquí pienso sencillamente que el bueno de Don Víctor se iba por los cerros de Úbeda de vez en cuando.





El libro comienza de modo bastante desalentador dedicando las primeras 78 páginas a describir la vida y milagros del Obispo Myriel cuya función en la historia es importante (reconducir al salvaje Jean Valjean hacia los linderos de la santidad) pero en absoluta merecedora de tal minuciosidad.  Y esta es más o menos la tónica que prosigue a lo largo del libro, en el que se alterna el argumento que todos más o menos conocemos con insertos sorprendentes como ese que tiene lugar en el comienzo de la segunda parte en el que se emplean otros 83 páginas en una narración de la batalla de Waterloo sólo porque es allí donde tiene lugar el encuentro entre Thernadier y el padre de Marius.

 

Pero la cosa se empieza a poner verdaderamente fea (tanto que ahí estuve a punto de abandonar la lectura o peor aún, saltarme directamente según qué partes) cuando el autor dedica otra larga parrafada a contar con pelos y señales la historia de la orden religiosa en la que Valjean y Cosette se refugian de la policía. Y cuando Víctor Hugo interrumpe el apasionante relato de la huída de Valjean con Marius a cuestas a través de las catacumbas de París para iniciar un estomagante estudio del pasado, presente y futuro del alcantarillado de la ciudad de las luces ya dan ganas directamente de resucitar al barbón para volver a mandarlo a la tumba.




No quiero desanimar a nadie de la lectura de un clásico inmortal que ha jugado un papel tan destacado en la cultura occidental (y cuya influencia llega incluso hasta nuestros días con la película anteriormente mencionada) y que sin duda abunda en momentos inolvidables (como la desgarradora narración de la caída en desgracia de Fantine o el célebre episodio del levantamiento de 1832) pero está claro que el hipotético lector debe acercase a dicho clásico con las prevenciones oportunas, teniendo en cuenta además que, como por otro lado suele ser habitual en las novelas decimonónicas o al menos en las que he leído, los personajes principales (Jean Valjean, Marius, Cosette) suelen ser estereotipados e incongruentes y su principal función es servir de marco para que muchos otros (Fantine, los jóvenes revolucionarios, el fanático funcionario Javert, los Thernadier, Eponine, Gavroche y  los demás habitantes del arroyo) nos desborden con su humanidad. Porque al fin y al cabo es la humanidad (ya sea la del siglo XIX o la del presente pues ya advertimos en su momento las aterradoras similitudes entre la historia de entonces y la que hoy nos atormenta) la verdadera protagonista de este drama.