Saturday, October 30, 2010

Abecedario del crimen capítulo XX. Psycho Killer Qu'est-ce que c'est? (especial Halloween)

Como mucha otra gente la primera vez que oí hablar de Ed Gein fue en el libro “American Psycho” de Bret Easton Ellis, dado que la conversación en la que ese nombre salía a la luz se reprodujo posteriormente de forma casi íntegra en la versión cinematográfica nos evitaremos la cita literal.

La obra de Ellis debí leerla allá por el 91 o el 92, algunos años antes de que llegara Internet por lo que tuve que echar mano de algunas fuentes menos avanzadas para tratar de averiguar quien era este señor (quien por cierto parece que no fue el autor de la célebre frase sobre las mujeres como ya se desveló hace algún tiempo en otro capítulo de la Biblia del Mal).



Ed Gein no fue el primero, ni el más prolífico, ni tampoco el más truculento de los asesinos, pero su irrupción en la soñolienta America de los años 50 sacudió a la sociedad de aquél país de tal manera que su influencia no ha dejado de hacerse notar desde entonces. Una muestra es el hecho de que tres de los personajes de ficción más aterradores de la historia del cine están inspirados de forma explicita en Gein.






El autor de todo este embrollo nació en el año 1906 y tras una infancia típica entre las personas de su condición (padre alcohólico y displicente, madre autoritaria y fanática religiosa) acabó instalándose con su madre y su hermano mayor Henry en una apartada granja de Plainfield, Wisconsin donde permaneció durante casi toda su vida.




En aquella apartada localidad del medio oeste Gein se ganaba la vida como granjero y hombre para todo en una propiedad de 65 hectáreas. Su madre, Augusta, había prevenido a sus dos hijos casi desde que nacieron de que todas las demás mujeres eran malvadas, y les convenció a de que no se casaran sino que cuidaran de ella y de la granja. También les previno de que el sexo antes del matrimonio era malo y la masturbación, aún peor. Tiempo más tarde, durante su interrogatorio, Gein dedicó horas a discutir sobre la relación con su difunta madre. Era, decía él, “buena en todos los sentidos”.

La señora Gein murió en 1943 tras un ataque al corazón, y el hermano Henry falleció al año siguiente cuando combatía un incendio forestal. Ed estaba ahora completamente solo, desde entonces sintió que las cosas no eran reales. Después de su fallecimiento, sintió que mamá se mantenía en contacto con él durante un año o más, hablándole mientras se adormecía

Selló el cuarto de su madre y la sala de estar, y se limitó a vivir en su pequeño dormitorio y en la cocina. El espartano lugar no tenía electricidad ni agua corriente. Como un recluso, leía revistas de detectives y libros de texto de anatomía, en especial las secciones que trataban de las mujeres. Le impresionaron sobre todo los reportajes sobre la operación de cambio de sexo de Christine Jorgensen y jugó con la idea de convertirse en mujer.






Poco más tarde Ed pasó de la teoría a la práctica y comenzó a desenterrar cuerpos de mujeres del cementerio local para cortarlos en pedazos y estudiar sus órganos.



A un vecino de pocas luces llamado Gus le dijo que ayudaría al progreso de la causa de la ciencia si le ayudaba a desenterrar cuerpos para experimentos. Pero Gus nunca vio lo que sucedía después de que ambos llevaran los cuerpos a un cobertizo contiguo a la granja. Gein los despellejaba y se envolvía con la piel, llevándola a veces durante horas. Diseccionaba los cuerpos y guardaba algunas partes como trofeos: cabezas, órganos sexuales, corazones, hígados y varias tiras de piel que le fascinaban. Enterraba los cuerpos y quemaba las partes que no le gustaban.

Tras un cierto tiempo se cansó de robar tumbas y decidió conseguir cuerpos frescos. El primero de ellos fue el de Mary Hogan, de cincuenta y un años, que regentaba una taberna en Pine Grove.



Una tarde de invierno de 1954, Gein entró en la vacía taberna con una pistola de calibre 22 y le disparó en la cabeza sin decir palabra. Llevó el cuerpo de vuelta a la granja en un trineo.

Años más tarde, en noviembre de 1957, un sábado por la mañana, Gein entró en la tienda de ferretería de Plainfield y tomó un rifle calibre 22 del armero, metió una sola bala en él y la usó para matar a la propietaria, Bernice Worden, luego llevó el cuerpo de vuelta a la granja, en su camioneta.



El hijo de la señora Worden, y ayudante del sheriff de la ciudad, Frank Worden descubrió más tarde la tienda cerrada y la ausencia de su madre. La última anotación en el libro de ventas era una lata de anticongelante, un producto que Gein mencionó haber comprado la noche antes. El ayudante del sheriff fue a investigar.

En la granja, a once kilómetros de distancia, las autoridades efectuaron un macabro hallazgo: brazaletes hechos con piel humana, cuatro narices en una taza en la mesa de la cocina, un par de labios en una cuerda atada al alfeizar de una ventana, piel humana tensada sobre una lata de café vacía como si fuera el parche de un tambor, piel del cuerpo de una mujer convertida en una chaqueta, algunos cinturones de piel , una silla tapizada también con piel humana, la piel de los rostros de nueve mujeres montadas en la pared., y un bolso hecho con piel así como un cinturón formado por pezones.






También se encontraron diez cabezas aserradas por la parte superior. “¿Los utilizaba como recipientes?”, preguntó el incrédulo investigador Joe Wilimovsky. “Creo que ha acertado –respondió Gein alegremente-. Me parece que está inspirado en una moda de la antigua Noruega.” Otros cráneos humanos decoraban las columnas de su cama.



Pero quizás el artículo más insólito era un torso despellejado de mujer con una raja en cada lado. Curtido y de una pieza, podía utilizarse a modo de peto y de espaldar; Gein lo reservaba para las noches de luna llena en las que se ponía a saltar por el patio en estado de excitación sexual, adornado con el rostro, el pelo, los pechos y las vaginas de sus trofeos humanos.

El cuerpo de Bernice Worden fue hallado en el ahumadero, colgado por los talones, eviscerado y despellejado como la carcasa de un ciervo. Fue un trabajo limpio; según el informe médico; “El cuerpo había sido abierto con una incisión central desde el manubrio del esternón, extendiéndose en línea media hasta la zona que hay justo encima del monte de Venus” Las cavidades vacías del cuerpo estaban relucientes y limpias de sangre; parecía que las hubieran lavado”




La cabeza cortada de Bernice estaba en una caja de cartón, y su corazón fue hallado en una bolsa de plástico en el hornillo de la cocina. El único sitio normal de la casa era el dormitorio de la fallecida madre, contenía una cama, un armario de cedro y otros muebles, cubiertos por una fina capa de polvo.




Según todo lo que se pudo suponer, había quince cuerpos en los alrededores. La mayor parte de ellos procedía de las profanaciones de cuerpos del cementerio.

Gein admitió ser asesino, caníbal y necrófilo pero de lo que se mostraba más trastornado era de haber tomado una caja registradora y 41 dólares de la tienda de la señora Worden.

-No soy un ladrón. Tomé el dinero y la caja registradora sólo porque deseaba ver cómo funcionaba la máquina.


Aunque sólo fue juzgado por el homicidio de la señora Worden, Gein admitió también el de Mary Hogan. Los psicólogos advirtieron rápidamente que ambas mujeres tenían un gran parecido con su madre. Se insinuaron más crímenes, incluso se puso en duda que el fallecimiento del hermano mayor de Ed fuera un simple accidente, también se habló de un hombre que desapareció después de que Gein le invitara a salir de caza y de otras dos muchachas de la localidad que se esfumaron sin dejar rastro pero todo eso quedó en nada.

En el juicio, que tuvo lugar el 6 de enero de 1958, el juez Bunde declaró: “No veo que mi opinión pueda ser otra más que pensar que el acusado es un enfermo”.





Diagnosticado como esquizofrénico crónico, Gein fue hallado mentalmente incapacitado para soportar un juicio y nunca fue condenado por ningún crimen, (un punto de vista que fue confirmado diez años más tarde y que hoy en día ningún juez que estimara en algo su cargo se atrevería a sostener) pero pasó el resto de su vida confinado en instituciones para criminales dementes donde se convirtió en un interno modelo. Murió de una afección respiratoria en el Instituto de Salud Mental de Mendota el 26 de julio de 1984. Tenía 77 años. Fue enterrado junto a su madre, hermano y padre.







Durante años, la granja fue apedreada y se convirtió en un símbolo del mal. El 30 de marzo de 1958 fue arrasada, después de que corriera el rumor de que estaba destinada a convertirse en una atracción para turistas. Pero la camioneta Ford de 1949 sobrevivió y, tras una rápida oferta, se vendió en pública subasta por 760 dólares. El vehículo fue utilizado en ferias locales. Un letrero anunciaba” ¡Aquí! ¡Vean el coche que transportó a los muertos de las tumbas!”.



Pero como hemos explicado antes el culto al monstruo no se detuvo en unos meros entretenimientos pueblerinos. A 75 kilómetros de Plainfield vivía un joven escritor, Robert Bloch, quien en su novela sobre la historia de Gein, Psycho, centro la acción en un hotel regentado por un solitario joven que vivía bajo la maléfica influencia de su castradora madre. Bloch entró directamente en la motivación edípica del antihéroe: tenía que haber una razón para que Gein viviese de aquella manera.




En el año 1974 apareció otra versión cinematográfica basada en las hazañas de Gein, esta vez la película no era la adaptación de ninguna obra literaria de éxito, algo entendible si tenemos en cuenta el endeble argumento del filme que, dejando atrás cualquier tipo de intención psicoanalítica, era un simple cuento de horror macabro protagonizado por una familia de matarifes que vivía aislada en una granja de Texas. Curiosamente esta historia resultó en parte bastante más fiel a lo que sucedió en la realidad, me refiero a que el mostrenco de Leatherface tenía más de Ed Gein que el aseado y amanerado Norman Bates.



Otro acierto del filme sin duda fue la cuidada escenografía de la sórdida granja donde tenía lugar el drama, directamente inspirada en la casa de los horrores de Plainfield



Por último, en 1991 se estrenó “El silencio de los corderos”. A pesar de que el villano favorito de la película era por supuesto Hannibal Lecter, era el malvado secundario “Buffalo Bill” y su empeño en travestirse (no usando la ropa de las mujeres, sino su piel) el tercer gran personaje de ficción basado en la vida y crímenes de Ed Gein.



No fue hasta diez años más tarde cuando alguien se decidió a tratar de adaptar la historia real. El encargado de hacerlo fue Chuck Parello, un director con una corta carrera que parece vinculada casi en su totalidad a escenificar las hazañas de otros asesinos célebres (“Los estranguladores de las colinas” y la desconocida secuela “Henry, retrato de un asesino 2”). El protagonista fue Steve Railsback que curiosamente también había dado vida a otro de los criminales más célebres de la historia, el mismísimo Charles Manson.




Tuve ocasión de ver el estreno de “Ed Gein” en el festival de Sitges y no se puede decir que levantara demasiadas pasiones. La película se abonaba a lo que se podría considerar un nuevo estilo entre los biopics sobre asesinos famosos, un estilo basado en un realismo estricto, sin concesiones a difusas teorías psicológicas ni ejercicios de glorificación. El exponente más brillante de esa tendencia fue sin duda el filme “Ted Bundy” pero la película de Parello estaba muy lejos de alcanzar esa excelencia y el resultado fue un ejercicio plano y sin ninguna fuerza, los aficionados a la casquería (que forman una parte apreciable de los asistentes al festival) quedaron especialmente decepcionados por la timidez que mostraron los realizadores de la película en este aspecto. De hecho la única escena que se puede considerar digna de mención es esa que representa una de las ya mencionadas danzas a la luz de la luna del maníaco.



Hay que decir en desagravio de los autores de la película que la historia del autentico asesino tampoco daba mucho de sí en realidad.Ed Gein podría estar encuadrado en una facción (menos del 5% del total) de los asesinos en serie que pueden ser considerados como psicóticos. En términos ya más policiales que psiquiátricos se les conoce también como “asesinos desorganizados”, individuos de inteligencia media y socialmente inmaduros con empleos poco cualificados además de sexualmente incompetentes (Gein jamas tuvo relaciones sexuales con nadie, al menos con nadie que estuviera vivo). Estos criminales no suelen tener una carrera dilatada por su disposición ansiosa para cometer sus crímenes, lo que les lleva a actuar cerca de los lugares donde viven y trabajan y atacar a personas con las que tiene alguna clase de relación, no se ocupan de elaborar un plan y los lugares en los que comete sus fechorías reflejan su desorden mental por lo que dichos lugares suelen estar plagados de evidencias, tampoco suelen ocultar los cadáveres ni las armas que utilizan y generalmente no se esconden ni huyen ni se resisten a su arresto.

Todas estas características les convierten en una clase de delincuentes que resulta poco atractiva para la prensa y el público siempre ávidos de historias (inventadas o reales) de supervillanos inteligentes, crueles y escurridizos. Ed Gein fue una excepción porque, como se ha dicho, la truculencia de sus crímenes resulto un preludio de los horrores que vendrían más tarde. Es por ello que sin esa truculencia (que Tobe Hopper abordó sin concesiones en su adaptación) y si no se adornaba al asesino de algunas características más atractivas (como hicieron Alfred Hitchcock y Jonathan Demme en las suyas) no has mucho que contar.

Y ese es también el motivo por el que el autor de esta sección ha elegido una noche como hoy para contar la historia de Ed Gein, una historia de puro horror que se justifica por sí misma.






Sunday, October 24, 2010

The barefoot Contessa



Posiblemente las primeras noticias sobre Låt den rätte komma in (“Let the right one in” en inglés, un título bastante más ambiguo que el elegido ahora por cierto) me llegaron a través de mis cronistas habituales en el festival de Sitges (entre otros Vargtimmen y Absence cuyas circunstancias constan en la sección de la derecha).

No mucho tiempo después tuve ocasión de verla y lo cierto es que me gustó muchísimo aunque tengo que reconocer que con el tiempo he olvidado muchas cosas de ella excepto quizás el gélido tono con el que está filmada esta historia y también por la escena que constituye el clímax de la misma que es de esas que se incrustan en la memoria para siempre.





Ahora, dos años más tarde, nos llega la oportuna versión americana. Y llegados a este punto me gustaría hacer un paréntesis para hablar de dos cosas que me han incordiado bastante en los comentarios previos que he leído sobre “Déjame entrar”. Una es que, desde hace ya unos cuantos años, parece imposible que salga a la luz cualquier manifestación artística que incluya algún forma de existencia dotada de colmillos y que no sea comparada con la saga “Twilight”. La mayor parte de las veces para denostar dicha saga con expresiones del estilo “esto no es Crepúsculo ni se le parece”, lo dicho, una autentica pesadez.

La segunda tiene que ver algo con la primera y hace referencia a la irritación que causa el hecho de que la industria norteamericana se dedique a versionar cualquier serie de televisión o película que los husmeadores de talento de Hollywood detecten en otros países o continentes. Lo cierto es que no comprendo esa actitud, ninguna versión por buena o mala que sea puede arruinar la impresión causada por el visionado de la original y si tal cosa sucede es que, o bien dicha original en realidad no consiguió fascinarte tanto como pretendes o, peor aún, necesitas reivindicar tus gustos mediante alguna clase de ataque a los gustos de otros.



Yo personalmente no veo nada reprobable en los remakes americanos, si son malos no desvirtúan para nada la experiencia del visionado original (la versión americana de “Siete reinas” simplemente pasó desapercibida porque con toda probabilidad no merecía otra suerte) y si son buenos suele ser porque o bien aportan un enfoque dramático más consistente al estilo americano o bien introducen aspectos novedosos en la producción original. Un ejemplo de esto último podría ser el remake de “Abre los ojos” (que como recordaran se llamó “Vanilla Sky”) que aportaba una dimensión argumental que mejoraba incluso el guión primigenio de Amenábar (que en otros aspectos calcaba casi página por página).








¿Y qué nos aporta en esta ocasión la versión americana de una película sueca que tantas simpatías atrajo hace un par años?. Aunque las historias son prácticamente idénticas lo cierto es que (y repitiendo que tengo recuerdos bastante difusos de la primera versión) he encontrado notables diferencias.

En la película sueca el argumento se desarrolla, como se dijo al principio, en un ambiente gélido y no sólo por que el escenario físico de la acción esté permanentemente cubierto de nieve, sino porque las relaciones que se establecen entre los diferentes personajes destacan igualmente por la frialdad y la indiferencia. En la producción europea se ponía asimismo mucha atención en una trama casi paralela a la principal que estaba protagonizada por los adultos del barrio-pueblo que actuaban en parte como desencadenantes del drama debido a su alcoholismo y a su ineptitud. Y todo ello desarrollado en el marco de unos año ochenta suecos (hay incluso alusiones a la guerra fría) bastante diferentes a la imagen idealizada que, al menos en nuestro país, teníamos de dicha sociedad.

En el “Déjame entrar” americano también hay nieve y también estamos en la década pegajosa (1983 concretamente) aunque hace falta algo más que mostrar discursos de Reagan y usar una de forma machacona música ochentera (el “Let´s dance” de Bowie suena que yo recuerde al menos tres veces, Dios sabe por qué) para hacer creer al espectador que la localización temporal es importante en la historia. Lo cierto es que para lo que se cuenta lo mismo daría que hubieran estado en 1973 o en 2023.

En esta versión tampoco existe trama paralela con los adultos, de hecho el rostro de la madre del chico protagonista ni siquiera es mostrado en su totalidad y en lo que se refiere a la condición de niño acosado que sufre dicho protagonista en el colegio, todos los espectadores habituales del cine de Hollywood saben que esta es una situación atemporal.

Matt Reeves (el director y coguionista del filme, un hombre que debe su crédito a la película “Cloverfield” y a la serie “Felicity” aunque yo sólo le concedo dicho crédito a la primera de estas dos obras) decidió prescindir de todos estos elementos y centrarse exclusivamente en la contar la relación de amor o de soledad compartida de los dos protagonistas principales. Aparte de la esmerada producción y de un ritmo adecuado (pese a resultarme dicho ritmo, paradójicamente, algo más lento que el de la película original), es en el relato de la historia de Abby y Owen donde la película alcanza la excelencia, la historia de dos criaturas arrastradas a una relación inevitable debido a la marginación que, por motivos diferentes, ambos padecen pero también imposible por razones dolorosamente evidentes.

A la excelencia antes mencionada no es ajena desde luego el trabajo de Kodi Smit McPhee (que ya destacó interpretando al hijo de Viggo Mortensen en “La carretera”) y Chloe Moretz (roba planos absoluta de la reciente “Kick Ass” y una de las niñas actrices más promisorias del momento, si al final termina como Ethan Hawke o como Eduard Furlong sólo el tiempo lo dirá). Los dos jóvenes actores contribuyan a dotar de calidez a sus personajes y a la historia que protagonizan al contrario que en la película sueca donde dicha historia está al servicio del marco sociológico en el que se desarrolla. Sin olvidar que resulta bastante más difícil identificarse con los hieráticos infantes suecos.



La labor de McPhee y Moretz está apoyada además por el trabajo de dos soberbios actores adultos, Richard Jenkins y Elías Koteas por más que el personaje de este último sea inútil desde el punto de vista argumental.

En definitiva una película que afortunadamente no es una copia plano a plano de la original sino que, contando la misma historia, propone una óptica diferente, ni mejor ni peor. Eso sí, en cuanto a la escena inolvidable de la que hablábamos antes sigue ganando la peli vikinga por goleada.

Recomendable para cinéfilos desprejuiciados.

Thursday, October 21, 2010

La escena. Esto no es un simulacro

Imaginaos, Santa Cruz de Tenerife finales de los años 70 y principios de los 80, un domingo cualquiera a las 16.00 de la tarde, la entrada a 50 pesetas (los estrenos eran a 150, precio prohibitivo o tolerable únicamente en ocasiones especiales). En aquellos años uno podía entrar en el cine y tragarse tranquilamente cualquier cosa que le echaran pero incluso los fácilmente embaucables niños de la transición tenían un límite.



Esta escena corresponde a la película “El gorila ataca” (“Ape” en inglés) y repito que incluso un público con un nivel tan bajo de exigencia no estaba preparado para contemplar la escena de un gorila gigante dedicándoles la señal internacional de mandar a tomar por culo. Todavía me parece estar oyendo la carcajada con la que tal demostración de vehemencia gorilera fue recibida en el patio de butacas y ese recuerdo ha mantenido viva esta secuencia a lo largo de los años, tanto que un día me dediqué a investigar un poco esta producción procedente de Corea del Sur.

Es curioso porque una de las pocas webs que se refieren a ella la califica de parodia y yo no la recuerdo así, claro que posiblemente a esa edad difícilmente podría haber distinguido una parodia de una película “seria” (en aquella época “2001 una odisea del espacio” sí que me pareció una parodia y bueno, creo que no lo era). Claro que ni entonces ni mucho tiempo después podía haber sospechado tampoco que todos estos productos de derribo iban a ser reivindicados en el futuro, no ya desde un punto de vista condescendientemente melancólico (como cuando uno mira sonriente sus fotos de niño vestido con pantalones de campana y jersey de rombos, sin que eso quiera decir que esté deseando que vuelva esa moda del demonio) sino como una especie de manifestación cultural a celebrar, una reivindicación apoyada con argumentos tan contundentes que algunas veces me ha hecho dudar de mi propio criterio.

De todos modos cuando desde alguna de estas webs algún científico loco se dedica a pontificar sobre las virtudes de películas como “Los tres supermanes contra el Kung Fu” o “Les llamaban Trinidad” siempre termino por volver a acordarme del corte de mangas de “El gorila ataca”, resulta inevitable.



Saturday, October 16, 2010

Rosebud

Hacer una película sobre un programa informático puede parecer en principio o bien una tontería o bien la idea más aburrida del mundo, una idea que ni siquiera es original. Entre los millones de películas que se han hecho a lo largo de la historia se han abarcado todos los temas posibles, y algunos de ellos resultan verdaderamente insólitos. Por poner dos ejemplos se han hecho filmes sobre la compañía de seguros Lloyds o sobre el cañón antiaéreo Bofors.

De todas maneras un filme con un tema tan aparentemente absurdo no tiene por qué ser necesariamente una película también absurda o aburrida, recuerdo por ejemplo el caso de “The king of Kong”, un título que comentamos hace unos años en donde, a partir de la trivial anécdota de la lucha de dos jugadores por batir un record jugando al Donkey Kong, se articulaba un sorprendente documental con unas implicaciones mucho más profundas. Esta película se convirtió para mí en el paradigma de cómo un guión y una dirección eficaces pueden convertir el plomo en oro.



De todos modos, ¿de verdad alguien que no sea un entendido en el tema sentía la necesidad de que se hiciera una película sobre el programa Facebook?. Yo desde luego no, en verdad, y a pesar de estar suscrito (por lo que he oído sin posibilidad de escape) a esa red, ni siquiera sé bien cómo funciona, ni tampoco tenía hasta ahora conciencia de su masiva difusión y su influencia en cierto tipo de cambio social que aparentemente se ha producido gracias a este programa. Para mí era un sitio en el que, poniendo tu nombre auténtico, empezabas a encontrarte con un montón de personajes de tu pasado y también el origen de toda clase de extravagantes sociedades virtuales. (“Señoras que cantan alto durante la misa” y tal).




El hecho de que, del origen y evolución de un programa informático de uso masivo se pueda hace una película tan excitante como “The social network”, es sin duda una nueva muestra de que cualquier manifestación artística que tenga como tema las pasiones humanas es capaz de resultar igualmente apasionante a un espectador profano en dicho tema. La condición necesaria es desde luego que la historia esté contada con maestría. En resumen que para disfrutar esta película no sólo no es necesario ser un fanático de Facebook (repito que yo no si siquiera sé usarlo bien) sino que incluso ni siquiera es necesario saber cómo se enciende un ordenador.

Es aquí donde entra en juego el buen hacer de David Fincher que esta vez ha vuelto a dar en el clavo tal y como hizo en las imprescindibles e influyentes “Seven” y “El club de la lucha” y tal y como no hizo en las mediocres “Alien 3”, “The game” y “Zodiac” (soy consciente de que esta es una opinión muy particular, sobre todo en lo referido al último título mencionado).

En esta ocasión Fincher, repito, firma una cinta apasionante que desgrana la historia de la gestación del programa y de su progresiva evolución hasta convertirse en el monstruo multimillonario que es en la actualidad. El filme tiene una estructura mixta entre una clásica trama de estilo “rise and fall” y una película de investigación que gira en torno a un acto de conciliación pre judicial en el que los diferentes protagonistas cuentan mediante flashbacks su participación en la historia. Y todo ello contado con un admirable sentido del ritmo y el montaje que constituye por sí solo un aliciente para ver la película.

Pero para mí el aspecto más destacado de “The social network” reside en el análisis de la personalidad de Mark Zuckerberg, el supuesto creador del programa (al que da vida el actor Jesse Einseberg con una inexpresividad más reveladora que cualquier festival de muecas al uso) y de las motivaciones que subyacen a su comportamiento.





Al igual que la ciencia avanza al impulso de una de las pasiones más devastadores del hombre (la guerra), Zuckerberg parece progresar en su fulgurante carrera movido por el odio de clase y la frustración que le produce ser un genio sombrío con las mismas aptitudes sociales que un lamelibranquio. Así se muestra cómo la idea seminal de Facebook nació una noche en la que Zuck había sido rechazado por una chica tras una de sus múltiples muestras de insociabilidad, más adelante vemos como los diferentes conflictos del informático con sus socios (uno de los pilares en los que se asienta la película) son provocados por la envidia que aquél siente por los representantes más arquetípicos de la buena sociedad de Harvard.




Resulta una idea perturbadora que ni el dinero ni la ambición sean los auténticos motores del esfuerzo humano en este caso en particular, sino más bien el rencor que produce la marginación social de un individuo que, en la cumbre de su carrera, únicamente añora la única cosa que no puede comprar siendo uno de los hombres más ricos del mundo (todo lo cual es mostrado en una escena que es la que justifica el título de este comentario). Y resulta una idea perturbadora sobre todo para los que son o han sido (en mi caso esto último) favorables a la teoría del determinismo histórico.

Para explicarnos, yo antes pensaba que si Hitler se hubiera caído a un pozo cuando tenía cinco años el nazismo y la Segunda Guerra Mundial hubieran sucedido de un modo no demasiado diferente, ahora ya no estoy tan seguro de ello. Pero aquellos que sigan pensando que siempre ocurre lo que tiene que ocurrir que duda cabe de que es inquietante pensar que el mundo sería diferente a como hoy lo conocemos si tan sólo a un chico de 19 años le hubiera salido bien una humilde cita universitaria.








Monday, October 11, 2010

Call me Irresponsible

A mí me gusta leer aunque sin exageraciones, no soy un devorador de libros como por ejemplo esa mujer que se oculta tras el apodo de “Lector constante” (la pongo como ejemplo por ser la persona más leída a quien jamás haya besado en las mejillas). En la época pre Internet (o más concretamente en la época pre tarifa plana) posiblemente leía mucho más que ahora debido a la falta de estímulos alternativos pero ahora que tengo a mi disposición, por ejemplo, los 156 episodios de “The Twilight Zone” amen de incontables películas y series con los que poblar las horas muertas, he de decir que la lectura ya no se encuentra entre mis pasatiempos favoritos.




Pero ya sea una afición a la que se dedique poco o mucho tiempo yo estimo que un aficionado a la lectura debería siempre mostrar algún tipo de inquietud por los clásicos (aplicando esta palabra en la acepción que le da Borges que define un clásico como algo eminente en su género).Bien es cierto que uno se puede conformar con leer los libros, ver las películas o escuchar la música que se ofrece como producto de consumo mayoritario pero me gusta pensar que, en mi caso, tengo interés por ir más allá.




“Moby Dick” es uno de esos libros eminentes que se-supone-que-ya-deberías-haber-leído-chico y que por añadidura tiene la virtud de ser además un clásico –en principio- asequible, de –aparente- fácil lectura y con una temática –en teoría- correspondiente al género de aventuras marinas lo que le da apariencia de ser de esos clásicos que son, por añadidura, de masiva aceptación por el público (vamos que no son las Églogas de Garcilaso de la Vega).

La primera señal de alarma me vino de los dedos de El Impenitente, el cual siempre que yo le nombraba el libro en cuestión, no perdía un momento en echar pestes del texto y de su autor. Me resultó algo extraño ya que “Moby Dick” no figuraba en esas listas de grandes obras considerados indiscutibles pero que están considerados igualmente como un coñazo (el ejemplo más recurrente sería el de el “Ulises” de James Joyce quizás el libró más célebre que más veces se haya arrojado a la basura en las primeras 50 páginas, seguro que conocen a alguien que lo ha hecho). Pero de todos modos, y teniendo en cuenta que el citado Melville es el autor del que para mí es el relato corto más genial de todos los tiempos, decidí correr el riesgo.





Terminé de leer libro hace algunos días y lo cierto es que tengo que darle la razón a Impenitente aunque de forma parcial. Quizás lo más insólito que se pueda decir de este libro es que la historia de un marinero obsesionado por vengarse de una monstruosa ballena blanca que le arrebató una pierna, no es sino un enorme macguffin.

En primer lugar la condenada ballena no asoma su marfileño cabezón (es un cachalote o ballena espermática como parece que se denomina en inglés a este animal) hasta la página 700 un dato que debemos unir al de que el libro (en la edición que poseo) tiene un total de ¡736!. Esto podría no ser un problema si se tratara de uno de esos libros que giran en torno a un personaje que no aparece hasta la conclusión del mismo y cuyo desarrollo está destinado precisamente a elevar la tensión hasta que se produce dicha aparición. Tal cosa ocurre por ejemplo en “El corazón de las tinieblas” de Jospeh Conrad (otro marinero metido a escritor) en el que la malsana presencia de Kurt se deja sentir a lo largo del relato aunque dicha presencia no se produce físicamente hasta el final.






Pero no es el caso. De hecho durante la lectura de “Moby Dick” incluso llegué casi a olvidarme de lo que -el lector incauto supone que es- el argumento principal mientras me perdía en una inacabable perorata acerca de los dos temas que verdaderamente parecían interesar a Melville: las ballenas y los balleneros. De este modo el relato de las andanzas del Pequod en busca del leviatán blanco se ve continuamente interrumpido por capítulos en los que se describen los diferentes tipos de cetáceos, los diversos modos y maneras (en pintura, en marfil, en madera, en láminas de hierro, en piedra) en los que erróneamente se ha representado a la ballena a lo largo de la historia, qué comen las ballenas, cómo se descuartiza una ballena, como se extrae el aceite de una ballena, diferencias entre la cabeza de un cachalote y la cabeza de una ballena común, disquisiciones sobre si Jonás conoció de verdad el vientre de la ballena o se quedó atascado en las barbas, la cola de la ballena, el esqueleto de la ballena, el trabajo del tocinero de abordo, el del carpintero, el del herrero y bla bla bla.



En resumen que el libro es a medias una reivindicación de la figura del pescador de ballenas (el escritor se queja de que dicha figura no estaba muy bien considerada y eso que aún no habían surgido las sociedades protectoras de animales) y a medias un estudio naturalista de este cetáceo (algo que tenía poco sentido en la época y mucho menos ahora casi 150 años después). De hecho es curioso cómo el propio Melville parece anticiparse a estas objeciones cuando le hace decir a su alter ego literalmente: “Pero ¿cómo es eso, Ismael? ¿Es que pretendes tú, simple remero que eres en las pesquerías, conocer algo de los órganos recónditos de la ballena?”




Me parece lógico que el mundo ignorara esta novela en la fecha de su publicación y aun hoy me sigue parece insólito (y casi un acto de mala fe) el hecho de que entre los numerosos elogios que dedican al libro apenas se haga mención a esas partes tan indigestas (salvo que los que dediquen dichos elogios gusten de esas partes algo que dudo pues jamás se refieren a ellas).

De todos modos sería igualmente injusto no mencionar las partes “buenas” de Moby-Dick (que posiblemente no ocupan sino un tercio del libro): el sermón del padre Maple, el juramente de Ahab, los encuentros del Pequod con los demás balleneros -que se tornan más dramáticos a medida que se acerca el rastro del leviatán asesino-, las escenas de caza, el desafío del capitán a la tormenta eléctrica (quizás la máxima expresión del supuesto contenido blasfemo de la empresa en la que está empeñado, aunque este extremo resulta mucho más sutil en el libro que en las interpretaciones que se han hecho a posteriori “No me hables de blasfemias muchacho. Si el sol me ofendiera le pegaría”) las reflexiones de Ahab sobre su propia locura cuando en ocasiones parece recobrar la razón. Sin olvidar esos tres últimos capítulos que escenifican (apenas en unas treinta páginas como se ha dicho antes) la dramática batalla final cuando Ahab cumple fielmente la estremecedora profecía de su lúgubre mercenario parsí, los oficiales del Pequod se despiden del mundo cuando la ballena se les echa encima, y el buque finalmente se va a pique con los tres arponeros (el negro, el indio y el canibal) montando guardia en los palos.




En resumen leído de forma discrecional (es inevitable pensar lo bien que quedaría el libro si se descuartizara como una ballena separando las partes mejores del sebo y el pellejo) Moby-Dick es magistral, leído en conjunto es un coñazo marinero y que conste que me fastidia enormemente que los clásicos me confundan.


Wednesday, October 06, 2010

I bury the living



Trataré de no incurrir en spoilers aunque yo aconsejo verla antes de leer lo que sigue. De todos modos supongo que todo el que haya ya tomado la decisión de acudir a las salas a contemplar lo que, ojala se convierta en la sensación del otoño, supongo que se habrá informado lo suficiente para saber que todos y cada uno de los 95 minutos que dura la película transcurren en el interior de un ataúd, por lo tanto absténganse claustrofóbicos o personas que van al cine para matar el tiempo.




Se podría decir que, dentro del ámbito de la cultura más popular, el mito terrorífico del enterramiento en vida comenzó con el relato “El enterramiento prematuro” de Edgar Allan Poe (y estoy convencido de que ni siquiera fue él el primero en plasmar este horror sobre el papel). Desde entonces no han sido pocas las películas (incluyendo al menos una conocida adaptación de Roger Corman del propio cuento de Poe) que han jugado con, posiblemente, una de las situaciones más angustiosas que pueda imaginar el ser humano. De todas ellas hay una que personalmente considero la más terrorífica de cuantas se han hecho sobre el tema (incluyendo la que tratamos hoy), se trata de “Spoorloos”, un filme holandés cuyo argumento les recordará al del remake americano que se hizo años más tarde (“Secuestrada” con la por entonces casi debutante Sandra Bullock), remake que, como suele ser habitual resultó cobarde y pazguato.





Pero la diferencia de “Buried” con cualquier otra película precedente es que en ella el tema del enterramiento en vida no se presenta como clímax, conclusión o, incluso, como una pequeña set piece de horror dentro de la historia principal (como en el caso de “Kill Bill”), sino como el escenario único donde se desarrollara toda la trama. En este aspecto, qué duda cabe de que los autores del filme, aparte de cualquier otra intención artística con la que hayan abordado el proyecto, también se han sentido estimulados por el desafío que supone desarrollar una trama dentro de un marco físico tan reducido. Las referencias a este tipo de argumentos son múltiples y abarcan desde el “Náufragos” de Hitchcock, hasta “Última llamada” de Joel Schumacher pero Rodrigo Cortés y Chris Sparling (director y guionista respectivamente) han ido más allá que cualquiera de ellos y creo que han batido un record en lo que respecta al mínimo tamaño de dicho marco físico.

Lo primero que hay que decir es que ambos autores han tenido éxito en su pretensión y consiguen (o al menos lo han conseguido conmigo), con una combinación de giros argumentales y recursos técnicos, mantener un suspense casi insoportable durante la larga hora y media de duración de un filme que en un principio parece material más propicio para un cortometraje o como mucho para un episodio de 50 minutos para televisión. Y la alusión a la necesidad de aunar las habilidades técnicas y de guión no es gratuita pues no basta simplemente con arrojar a un infortunado personaje en una angustiosa situación límite. Si ese escenario no es sustentado con un argumento capaz de dotar de contenido a la tragedia el resultado puede ser tan insulso como el de cierta película de la que hablamos hace ya algunos años y que, precisamente por esa falta de sustancia, ha caído rápidamente en el olvido.





“Buried” se inicia con el protagonista de la historia descubriendo, por medio de sus limitados sentidos, la trampa mortal en la que está encerrado, un descubrimiento que comparte con el espectador haciéndolo así participe de sus sufrimientos de un modo especialmente eficaz y también estremecedor, a partir de ahí la comunión entre el personaje y el público que contempla el drama será ya irremediable. Cortés es capaz así de transmitir el opresivo ambiente del interior de la caja sin violar ninguna de las reglas de la necesaria suspensión de la credulidad acudiendo para ello a diversos instrumentos luminosos con los que el protagonista podrá contar y que si cabe aumentan aun más esa sensación de claustrofobia con su vacilante funcionamiento.

Pero quizás el aspecto más escabroso del filme va más allá incluso de la asfixiante localización de la trama, en el momento en el que los diversos intentos de Paul Conroy por comunicarse con el exterior tiene como una única respuesta la burocracia, la incompetencia, los intereses políticos y económicos más mezquinos y los contestadores automáticos, convirtiendo así una argumento clásico de terror en una pesadilla kafkiana. Más que toneladas de arena, lo que aplasta a nuestro héroe son toneladas de mentiras.

Si algo tendría que objetar a “Buried” sería quizás una complacencia, un tanto sádica a veces, en la suerte del desgraciado Paul (complacencia que en un momento llega a rozar el humor negro e incluso la parodia) así como algunos inexplicables picados de cámara que dotan de profundidad a la escena y rompen un poco la sensación de claustrofobia que tanto trabajo había costado conseguir. Pero ninguna de estas circunstancias puede desmerecer un extraordinario experimento cinematográfico que esperemos que tenga el reconocimiento de público que merece.

Sunday, October 03, 2010

Mazurca para dos muertos.

Esta semana han muerto Arthur Penn y Tony Curtis. Posiblemente ninguno de ellos por separado me hubieran merecido la pena un post en exclusiva puesto que, apreciando lo bueno que hicieron en sus carreras, no les tengo en tanta estima. Pero ya que se han muerto con horas de diferencia (y a la espera de que la palme el tercero pues es sabido que en Hollywood caen de tres en tres) creo que los dos en conjunto sí que merecen unas líneas.




Según la imdb a Arthur Penn se le pueden atribuir 22 títulos, no es una trayectoria demasiado extensa si tenemos en cuenta su longevidad, sobre todo si eliminamos algunas cosillas que hizo para televisión de las que no creo que valiera la pena decir nada incluso en el caso de que alguien las hubiera visto. Su verdadero debut como director podríamos decir que fue “El zurdo” (“The Left handled gun”) un film que a pesar de estar rodado en 1958 se abonaba a las tendencias revisionistas sobre el western y algunas de las figuras históricas que lo protagonizaron, unas tendencias que harían furor en la década venidera. Quizás precisamente por eso la película vista hoy resulta demasiado intelectualizada y por consiguiente un tanto antipática en su análisis casi psiquiátrico de la tortuosa existencia de Billy El Niño al que por añadidura daba vida un Paul Newman que sudaba Actor´s Studio por todos los poros.




Tras este título el realizador entró de lleno en la década donde conseguiría mayor reconocimiento. Primero vino “The Miracle Worker” (“El milagro de Anne Sullivan”) y algo más tarde otra de sus obras más prestigiosas, “The Chase” (rebautizada en nuestro país como “La jauría humana” en uno de esos ejercicios melodramáticos tan habituales entonces). La película resulta bastante más asequible que la opera prima de Penn pero aun así hay que reconocer que tampoco ha envejecido bien, el retrato de una población sureña habitada por monstruos alcoholizados resulta demasiado efectista y contrasta también demasiado con la beatífica figura del sheriff del lugar interpretado (como de costumbre hasta el límite) por Marlon Brando. Aun así Penn demostró ya con este filme que al menos dominaba a la perfección el bello arte de la violencia filmada.

El siguiente título en la carrera de Penn puede ser el que le haga pasar a la historia del cine y es sin lugar a dudas su obra más celebrada, y esta vez afortunadamente con razón. Bonny and Clyde consiguió además un lugar importante en la historia del séptimo arte pues está considerada como una de las precursoras de la pequeña revolución artística que transformaría la industria de Hollywood (al menos hasta que Spielberg volvió a poner las cosas en su sitio).

Bonny and Clyde tiene por añadidura la virtud de estar imbuida del espíritu de los 60 pero sin dejarse pringar por él, esto se revela en el, por aquel entonces, heterodoxo tratamiento del sexo y la violencia tan alejado de las rígidas imposiciones del código de producción, cuya influencia todavía se dejaba sentir en muchos proyectos más convencionales. Curiosamente el filme contribuyó decisivamente a la glorificación de unos criminales que ya habían sido leyenda en los tiempos en que vivieron desmarcándose en este aspecto de cualquier pretensión desmitificadora tan común en la época (en realidad, la pareja no eran más que un par de psicópatas con ínfulas románticas que eran detestados incluso por sus colegas del honorable gremio de bandoleros de la Gran Depresión). Por último es inevitable mencionar la secuencia final de la película que podemos incluir con honores entre las más influyentes del cine moderno.

Desgraciadamente Penn no siguió por el buen camino y su siguiente entrega sí que estaba impregnada de los peor del cine de la década prodigiosa. No es que “El restaurante de Alicia” se haya quedado vieja, es que ya nació vieja y cargada de tópicos sonrojantes sobre los chicos de las flores. Como anécdota decir que el protagonista era Arlo Guthrie hijo del célebre baladista del mismo apellido.



Penn se despidió de los 60 con “Little Big Man” otro ejercicio de desmitificación. En esta ocasión el filme adoptaba la estructura de un recorrido por el legendario territorio del western a través de los ojos de un joven blanco criado entre indios, en ese recorrido el pequeño gran hombre se encontraba con figuras históricas como Wild Bill Hitchock y el general Custer. Con este último el argumento se mostraba especialmente crítico, presentándole como un sanguinario egomaníaco (algo que posiblemente era). El paso del tiempo ha puesto a esta película en la posición secundaria que sin duda merece pues ha quedado claro que el público prefiere la leyenda a la veracidad o al menos un tipo de revisión histórica menos grotesca que la que exponía este filme.



La siguiente película constituye la despedida de Penn del gran cine y también mi despedida de esta semblanza puesto que tras “Night moves” nunca más se volvió a hablar de él y particularmente no he visto nada de lo que hizo después. “Night moves” se inscribía ya en el desesperanzado y agobiante cine de los setenta que contemplaba con distancia los excesos artístico de la década anterior, a este respecto me gusta pensar que el conocido chiste sobre el cine francés de autor (“Cariño, nos vamos a ver una película de Eric Rohmer ¿te vienes?” “No gracias, una vez fui a una película de ese tipo y era como ver crecer una planta”) es una especie de auto expiación del realizador.

“Night Moves” es un rendido homenaje al cine negro de los años cuarenta, en especial a la arquetípica figura del detective violento y cínico pero, a pesar de ello, incapaz de actuar fuera de los límites de una disciplinada honradez, único mecanismo de defensa contra un mundo implacable. Además de Gene Hackman la película es recordada por la intervención de una jovencísima y lolítica Melanie Griffith.





A pesar de no ser tan conocido como los otros títulos de su carrera yo considero “Night Moves” la segunda mejor película de Penn, si alguien sabe algo de lo que hizo de ahí hasta su muerte que lo diga, yo lo dejo aquí.






Tony Curtis (de nacimiento Bernard Schawrtz) dio, durante la mayor parte de su trayectoria artística, una imagen de dandy relamido a pesar de haberse criado en el duro Bronx de los años veinte y treinta. Posiblemente su paso por la historia del cine sería el de una estrella de estilo antiguo que combinaba comedias románticas con películas de acción (recuerdo sobre todo su participación en la trepidante Taras Bulba y en la no menos trepidante “The Vikings” así como en “Trapecio” donde formaba un irresistible triángulo amoroso con Burt Lancaster y Gina Lollobrigida). Pero de todos esos títulos (dejando aparte la no muy conocida “Mister Cory”, interesante melodrama sobre el ascenso social de un paria, una historia del que el actor podía ser un ejemplo por su trayectoria personal) hay dos que posiblemente le garantizaran un lugar en el Olimpo.

En 1959 Billie Wilder le dio el papel del saxofonista buscavidas Joe/Josephine en la comedia travestida “Con faldas y a lo loco” (“Some like it hot”), película con la típica estructura del galán y el payaso que luchan por el amor de la bella (¡y que bella!) de turno. Aunque Marylin Monroe acaparaba todas las miradas, y Jack Lemmon todas las risas, que duda cabe de que Curtis ejercía su papel con sólida eficacia no exenta de riesgo pues no se puede calificar de otro modo el hecho de que un icono sexual como él apareciera durante buena parte del metraje vestido de mujer. Se cuenta que Wilder decidió hacer la película en blanco y negro porque la imagen del duo de estrellas hubiera resultado demasiado grotesca vista a todo color.



Bastante más arriesgado aun fue el interpretar a un joven homosexual, o cuanto menos objeto de deseo homosexual, en “Espartaco”. Lastima que la censura hurtara al mundo hasta muchos años más tarde una escena que podría haber hecho más significativa la participación de Curtis en esta película donde, si bien no llega a robar el protagonismo a los personajes principales, sí que consiguió dejar su impronta (tal y como hiciera en otros filmes donde tampoco era el primer actor).






Pero la película que ganó definitivamente el respeto de los aficionados al cine (o al menos de este aficionado) constituyó el riesgo supremo. En 1968 Curtis tenía ya 43 años y estaba claro que su físico no soportaba ya las exigencias del galán de Hollywood (sobre todo porque a Curtis, al contrario que otros galanes como Clark Gable o Cary Grant, no le sentaba muy bien envejecer).

En este contexto Curtis decidió reinventarse de un modo radical dando vida a uno de los asesinos más depravados de la historia moderna, Albert de Salvo o El estrangulador de Boston. El filme de Richard Fleisher resultó en su día una gran apuesta temática (el sexo y la violencia rara vez se habían mezclado de forma tan sórdida) y estilística (el uso de la pantalla fraccionada de modo que se mostraban simultáneamente varias escenas diferentes). La película adolece quizás en su parte final de cierta insistencia en el análisis psiquiátrico de la personalidad del asesino. Curiosamente Fleisher se libraría de esta pesada losa freudiana y repetiría más tarde otro biopic sobre un asesino en serie (10 Rillington Place) mucho menos conocido pero como mínimo igual de brillante que su primera película sobre estranguladores.




Pero lo que nos atañe ahora es que Curtis consiguió la hazaña de interpretar posiblemente el papel más opuesto a la imagen que el público tenía de él sin hacer el ridículo.



Desgraciadamente “El estrangulador de Boston” fue el brillante canto del cisne de un actor que prácticamente no volvió a levantar cabeza y cuya carrera fue decayendo con la misma velocidad que su aspecto personal.



En ese aspecto el declive de Curtis no se diferenció mucho del de otras estrellas del pasado que se limitaron a sobrevivir seguramente durante más tiempo del que ellos mismos deseaban.


Y eso es todo.